miércoles, 9 de febrero de 2011

Perversiones estéticas.

Los que me conocen saben que peco de frívolo. Lo puedo decir sin ruborizarme porque, hoy en día, la frivolidad está tremendamente sobrevalorada y se confunde con otras cosas, como el gusto por lo bello. A nadie le escandalizaría que una persona prefiera lo bonito a lo feo, por lo menos a nadie con un mínimo de sentido común. Por supuesto hay muchas preferencias, pero la mayoría pertenecen a las perversiones sexuales de cada cual y prefiero no saberlas.

En consecuencia, cuando aludo a la necesidad de crear unos Tribunales de Salud Estética, no soy irónico por completo. Tal vez sólo sea un comentario más o menos ingenioso propio de una persona frívola como yo, pero no se escandalicen. Les adelanto que no voy a hablar de personas –aunque nadie quiera una pareja fea, por lo menos a priori-. La naturaleza es aleatoria y cada uno tiene el físico que tiene, por suerte o por desgracia. Y, al final, sólo es eso; físico, que no tiene nada que ver con lo que nos hace ser personas.

Sin embargo, como seres humanos, tenemos una percepción de lo bello y de lo armónico y, como tales, cometemos perversiones estéticas mucho más sonrojantes que las sexuales. Cuando estudié semiótica aprendí que el contexto es una parte muy importante del mensaje y que, de no concordar, se crean “monstruos” comunicativos. Pues bien, en el último viaje a mi ciudad, pensé en las casas de la playa.

Los alicantinos tenemos una costumbre que llama mucho la atención a los foráneos. Nos gusta veranear a once quilómetros de Alicante. Para ello tenemos la playa de San Juan, El Campello, Los Arenales del Sol, etc. Los madrileños, por ejemplo, nos dicen: “Pero si tenéis la playa en la ciudad”. Y nosotros solemos contestar: “Ya, pero no es lo mismo”. Y, efecto, no es lo mismo. A raíz de este gusto, cada vez más prohibitivo, nacieron las segundas viviendas. Y con ellas el desastre decorativo.

No hablo de las segundas viviendas de la gente rica, sino de aquellos apartamentos que nuestros padres y nuestros abuelos pudieron permitirse sin ser millonarios. Representan en nuestros recuerdos los días amarillos de verano, la playa y la sal, las siestas, las paellas, las primeras cervezas y las noches interminables. Pero nunca nos hemos parado a mirarlas bien, sin el cristal del cariño que les guardamos.

Precisamente por ser segundas viviendas de familias normales y corrientes –si es que eso existe-, el presupuesto se reduce notablemente frente a la vivienda principal. Ello hace que la premisa decorativa sea: “Lo que sobra en casa, para el apartamento/chalet”. El resultado es tremendo. Muchas veces los muebles originales son los que había en la casa principal, que se renovaron convenientemente. En otras ocasiones, los muebles son de la época, con frecuencia de los años sesenta, que no fueron un prodigio de diseño precisamente. Al estado primigenio tenemos que sumar decenas de adornos absurdos de comuniones, bautizos, bodas y, en casos glamurosos, entierros.

Podemos encontrar estanterías repletas de coleccionables junto al viejo tocadiscos que nadie sabe si funciona –porque tiraron los vinilos-. Los recuerdos de varios restaurantes –típico cacharro de barro- se juntan con la vajilla más horrenda del mundo, comprada cuando Carrefour era Pryca. Pero, si algo define a un apartamento de verano, es la terraza. Me encantan las terrazas de las primeras construcciones playeras, con sus amplios aleros y sus ventanales del suelo al techo. Las que construyen ahora parecen casas de protección oficial. Son edificaciones discordantes y tristes –y carísimas-.

En una de esas enormes terrazas vi lo que me faltaba por ver en materia de decoración veraniega. En clase de semiótica se hubieran llevado las manos a la cabeza. Me explico: imagínense el sol de mediodía iluminando una fachada de ladrillo amarillo frente a un mar que destellaba en mil reflejos. Sobre la pared, reluciendo ante el Mediterráneo, se alzaban orgullosas las cornamentas de seis o siete bichos variados. El efecto era increíble, desde luego.

No me costó trabajo imaginar la cara del pobre cazador –asesino de bichos variados- cuando quiso colgar sus trofeos en el salón de casa. “Llévalos al apartamento… Ni se te ocurra colgarlos dentro. En la terraza, si quieres. Y gracias que no los tiro”. Y, así, sin quererlo, se encaja una pieza más en el intrincado proceso decorativo de una segunda vivienda. No obstante, les confieso que disfruto con estos despropósitos. Tienen su encanto, por espontáneos. Disfruto de una manera casi morbosa de estos improvisados museos de los horrores. No sé si seré un frívolo por ello. Con un poco de suerte a lo mejor me ascienden a la categoría de persona extravagante, que siempre me ha parecido más aristocrática.

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