miércoles, 29 de junio de 2011

Frívolas reflexiones estivales.

El calor vuelve loca a la gente. Por más que nos guste alabar la estación veraniega, deberíamos admitir que nos gusta en la medida en que la relacionamos con las vacaciones. Y no debería escapársenos que las vacaciones tienen lugar durante el estío porque es imposible hacer otra cosa que no sea hacer nada. Por supuesto que es agradable darse un baño en el mar, pero el placer se incrementa a causa de que en la orilla nos espera el infierno en la tierra.

Hace un par de meses leí un artículo en cierta revista masculina con pretensiones elitistas. En él, con más voluntad que acierto, el redactor tejía con dificultad un elogio al verano. Claro, que para conseguirlo tuvo que recurrir a un mezclote –él diría eclecticismo- consistente en almibarados giros poéticos e imágenes propias de una novela de Scott Fitzgerald. El resultado era entrañable, de puro ridículo. Es más, podría haber ganado con holgura cualquier concurso infantil de redacción organizado por una boutique de la calle Serrano.

Lo que el bienintencionado redactor obviaba es que la pretendida facilidad de la vida en verano es la misma que en invierno si estás podrido de dinero. Por eso huelgan todas las imágenes de veleros con tablazón de teca, o los picnics en las arboledas de las fincas de la Costa Azul. Definitivamente podrían sustituirse por departamentos de lujo en trenes transiberianos o por el calor del hogar en una chimenea de mármol travertino y demás idioteces accesorias. Está claro que el verano es fácil para los ricos, pero lo es el verano, el invierno, la primavera, el otoño y el Juicio Final –tendrán el mejor abogado-.

Ahora releo el artículo, acalorado, contando mis últimos días en Madrid antes de las vacaciones en Alicante y sintiendo que por fin comprendo el significado de la palabra “aridez”. Y, aun más, que puedo aplicarlo a un estado físico y de ánimo. Con las últimas palabras del artículo en la cabeza, me pienso si encender el aire acondicionado o seguir muriendo en mi propia salsa. El aire acondicionado suena como una avioneta a escape libre, pero lo prefiero, así tendré la cabeza más fría en todos los sentidos. Y ya con las ideas claras, empiezo a interrogarme acerca del autor del artículo. Me pregunto si será rico perdido o sólo un aspirante, o peor; un advenedizo. Me lo preguntó con la esperanza de que sea rico de solemnidad, porque su candidez me enternece y me conmueve.

Siempre hemos visto a los ricos como gente mala, así sin ambages. Pero tal vez sea sólo una especie de rencor de clase, una forma de ponerse moralmente por encima de quien te pisa la cabeza con admirable indiferencia. En cualquier caso, sería bonito descubrir que son tan cándidos como pretende el articulista de turno. Me daría esperanzas y excusas para entender el mundo: “No pasan de las clases necesitadas, es sólo que no comprenden sus necesidades”; “No menosprecian a los pobres, es sólo que no los han visto nunca”; “No votan al PP porque tengan una moral laxa, es sólo que se lo creen todo". Aunque todavía no lo tengo muy claro, porque este último punto va en contra de todos los obreros que votan a la derecha. Y no los deja en un buen lugar, pues no se les presupone la tontuna de la jet-set. Así que el razonamiento sería: “Si yo fuera político, haría lo mismo”. (Eso ya no mola tanto).

Atrapado por el magnetismo de lo visual, miro las fotos que aderezan el artículo. Los veleros escorados por el viento, las velas hinchadas de orgullo de clase –si no hace viento, lo pagamos- y las mujeres desnudas en brazos de hombres que pueden permitírselas. Mis veranos no han sido así, han sido mejores. Nunca he necesitado de esbeltas embarcaciones de madera. Jamás fui más feliz en el agua que sentado en un viejo bote abandonado que solía tomar prestado de vez en cuando. Nunca he necesitado un cóctel en la terraza de ninguna villa de la Costa Azul, pues he tenido toda la playa de San Juan cada noche de verano con mis amigos. Y nunca he necesitado a ninguna mujer desnuda que pueda permitirme, pues tengo a la única que no podría permitirme.

Lo triste del asunto no es la frivolidad en sí (a mi me encanta ser frívolo). Lo triste es construir una pretendida joie de vivre cimentada en posesiones y ambientes lujosos. Es una pena basar la felicidad de uno en lo que los demás no pueden tener. Porque la felicidad es un sentimiento cuya esencia es idéntica en cualquier clase social. Y quizás sea más pura aquella que surge de lo común, de los sentimientos, de las relaciones o de la oportunidad. Disfrutar de lo inmaterial es lo que en realidad diferencia a una persona de otra. Lo demás es sólo fruto de las circunstancias económicas. Las mismas circunstancias que establecen la diferencia entre el crimen de Puerto Hurraco y la boda de Alberto de Mónaco. Dos atrocidades con un detonante común: El calor, que no entiende de dineros.

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