miércoles, 1 de junio de 2011

Sonreír al vacío.

Todos hemos pensado alguna vez en nuestra propia muerte. Será cosa del ser humano, que es así de previsor y morboso al mismo tiempo. Además, solemos pensar en ella como si pudiésemos verla una vez fallecidos, como si pudiésemos controlar quién va o deja de ir al funeral, quien cambia la sonrisa por falsas lágrimas y quien intenta sonreír a pesar de todo –no hay mayor manifestación de tristeza que una sonrisa en mitad del llanto-. El asunto es bastante absurdo para un ateo de nacimiento como yo. Sé que no veré lo que me suceda. Simplemente dejaré de ser y los residuos que queden de mí serán eso; residuos. Reciclables en el mejor de los casos.


No he tenido miedo al pensar en la muerte, tal vez porque no tengo necesidad de hacer balance más allá de mi último aliento. Lo que importa es el presente, mi conciencia en este momento. No tengo que justificarme ante nadie que no sea yo. Y yo soy el más exigente, créanme. Por eso andaba tranquilo por la vida, con la absoluta seguridad de que no tengo que ganarme el paraíso, sino construirlo mientras esté vivo.


Pero no pensaba en la vejez. Tal vez por juventud, tal vez por falta de referentes de ancianidad propiamente dicha. Mis cuatro abuelos viven y, hasta hace escasos años, lo hacían en plenitud de facultades. Eran totalmente independientes, hacían la vida que puedo hacer yo y, en algunos casos, cosas que ni yo puedo hacer. Sin embargo, en unos meses, lo que había sido la cumbre de su vida empezó a convertirse en la ladera de bajada. Tras alcanzar una vida cómoda y un descanso bien merecido, se les presentaron los contratiempos en forma de enfermedad. Una enfermedad de las que no se superan, de las que se quedan a vivir contigo. Un final malo para una gran película.


Ahora ya no pienso tanto en mi muerte. Ya no me imagino frio dentro de la caja, vestido como quiero que me vistan –bien en exceso-, o ardiendo en el crematorio. Ya no imagino quién irá o dejará de ir al tanatorio. Ni si reirán o llorarán. En cualquier caso espero que sean sinceros y honestos, hagan lo que hagan. Ahora me ocupó pensando en mis manos arrugadas, en mi voz algo quebrada, en mi cuerpo marchito y en mis movimientos torpes e imprecisos. Me pregunto si esa pátina que adquieren los ojos de los ancianos me impedirá ver el mundo del mismo color que hoy, o si me seguirán fascinando todas las cosas pese a haberlas vivido hasta la saciedad.


En este sentido, me tranquiliza saber que el hombre es un ser insaciable por naturaleza. No soportaría perder el ánimo, las ganas de vivir o cómo quiera llamarse. Pero, sobre todo, pienso en la memoria. En qué es mejor, si perderla o tener que vivir en ella. Porque tiene que ser fácil caer en la melancolía, en la sensación de que todo lo bueno ya se ha vivido. Y ese, sin duda, será el detonante del declive, si no tenemos alguna otra ayuda sanitaria. Porque al final sólo existe el presente. Y eso es muy duro, pues una persona es la suma de sus recuerdos. Y sus recuerdos son el pasado.


Así que, de momento, no he decidido si quiero recordar o no. Espero tardar mucho en decidirme. Aunque siempre queda otra opción: una de mis tatarabuelas perdió la cabeza años antes de morir y mezcló toda su vida en un presente continuo. Vivía con sus hijos y con sus padres, con su marido fallecido y con sus nietos recién nacidos. Veraneaba en una casa que habían vendido hacía años y recogía los frutos imaginarios de árboles ya estériles. Pagaba con dinero que no existía y sonreía al vacío de vez en cuando. No me desagrada. Quizás no esté tan mal esa solución. Yo siempre he sido muy de sonreír al vacío.

El problema es saber cuándo empezar a hacerlo.

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