miércoles, 28 de diciembre de 2011
Dioses de carne y hueso.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
Interiorismo psicopático.
miércoles, 7 de diciembre de 2011
Pornografía democrática.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
Realidad compartida.
(Mejor compartir que contar).
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Cristo me mira mal.
Para empezar, un cementerio es la cuna de la democracia y la justicia. La muerte nos iguala a todos y poco importa lo alta que sea nuestra lápida o lo ornado que proyectemos nuestro panteón. Ni siquiera importa que descansemos en una fosa común, que viene a ser como un vagón de metro en hora punta, porque al final siempre tendremos el mismo aspecto, un aspecto poco agradable y apenas reconocible –esa tibia me recuerda a tu abuelo-. Allí los signos de riqueza y poder no son para uno mismo, ni siquiera para su recuerdo, sino para mayor gloria de los que quedan vivos. Quizás los de un rancio abolengo venido a menos se lleven a las novias para impresionarlas: “Mira, este es el panteón de mi familia. Hoy por hoy no tenemos ni para alquilar un piso, pero, si te casas conmigo, pasaremos la eternidad en este chaletito de granito de Guadarrama, como los reyes”.
Cosas así pensaba cuando una figura ensotanada y de tonsura en coronilla se alejó a pocos metros de mí. Empezó a chispear y pensé que ese hombre de coronilla despejada y andares pesados bien podía ser Rajoy. El aspecto de franciscano lo delataba, pero no me decidí a abordarlo para compartir mis dudas electorales. Al fin y al cabo, todavía no le he oído contestar a nada de lo que le han preguntado… No, lo mejor era seguir mi camino sin rumbo en mitad del silencio del camposanto, que diría mi querido Iker Jiménez.
Así que, a solas con mis tribulaciones, me crucé con unos cuantos señores vestidos con un mono rojizo. Sobre la tela, en letras desgastadas, se podía leer: “equipo de enterradores”. Mientras me preguntaba por qué no les habrían puesto un nombre de más enjundia, algo así como “escuadrón de la muerte”, me fijé en uno de ellos, en el único que llevaba pala y sacaba la tierra y hacía agujeros. Me daba la espalda, pero distinguí una calva brillante y blanquecina y también una barba, al verlo de medio perfil. Era menudo, delgado y caminaba algo encorvado. Al principio parecía cavar sin ton ni son, pero, poco a poco, el hueco iba tomando forma rectangular y adquiriendo profundidad. Él seguía sin percatarse de mi presencia, aunque yo ya sabía que era Rubalcaba. Reconozco que me vi tentado de acercarme y preguntarle, quizás de pedirle explicaciones por haber defraudado a los que somos de izquierdas, por no habernos sabido convencer y por regalar España a las derechas. Pero tampoco quise molestarlo. Se le veía pensativo. No apesadumbrado, pero sí conformado. En cualquier caso, nadie le había ocultado que estaba cavando su propia tumba.
Me alejé de allí con mal sabor de boca. No me gusta la derrota asumida de antemano. La tristeza de quien se inmola a sabiendas, pero sin parecer inconsciente o enajenado, me inquieta. Además, ya casi no se escuchaban las paladas hiriendo la tierra y una escalinata me había llevado hasta la puerta de un enorme panteón familiar. Era de piedra gris, de gruesos sillares y esquinas coronadas por pináculos. El techo era de tejas, cubiertas de musgo marrón, y la puerta, de forja, carecía de cristal en una de sus hojas. El cielo se oscureció aun más y la lluvia casi pulverizada dejaba pequeñas perlas cristalinas sobre el paño de mi abrigo. Allí, plantado frente la tétrica construcción, me vi impelido a mirar hacia la negrura del interior. No pude evitarlo, la fascinación por la muerte nace en lo más profundo del ser humano.
Una vez frente a la puerta, me asomé entre los barrotes, dejando mi rostro enmarcado por las cuchillas del cristal quebrado. Lo que vi superó cualquier expectativa. El habitáculo era amplio y el altísimo techo estaba construido como una sobria bóveda de cañón. De entre las piedras, surgían regueros de humedad que manchaban los muros y descendían hasta el suelo, donde reposaba un reclinatorio ajado con la tapicería hecha jirones. Al fondo, cubriendo toda la pared, un enorme Cristo crucificado se dejaba morir cabizbajo, con la mirada entornada. A sus pies, sobre un pequeño altar, brillaba el metacrilato de una urna vacía. No comprendí bien su presencia, hasta que leí lo escrito sobre los sepulcros de las paredes laterales.
Arriba, a la derecha, en letras de bronce, pude leer: “Derechos de los trabajadores” y, un poco más abajo, “Educación y sanidad”. En la pared opuesta, en la dirección en que la figura crucificada no quería ni mirar, conseguí leer: “Ley del matrimonio homosexual”. Y ya, casi en el suelo, “Ley del aborto”. Entonces me incorporé y palpé el bolsillo interior del abrigo. Allí llevaba mi papeleta en su sobre. Escuché crujir el papel bajo la presión de mis dedos y me decidí a empujar la pesada puerta, que cedió con un chirrido sobre sus goznes. El aire húmedo del interior penetró en mis pulmones, al tiempo que cruzaba el umbral. Mis pies me llevaron hasta la urna, mientras extraía mi voto y me preparaba para introducirlo por la ranura. Pero, nada más acercar el sobre, comenzaron a escucharse una serie de secos chasquidos, como quien retuerce una rama o aplasta una piña.
De inmediato se me erizaron los pelos de la nuca y una náusea sacudió mi estómago. Sin darme cuenta, di un par de pasos hacia atrás y tropecé con el desvencijado reclinatorio, que me hizo caer al suelo. Allí, mis ojos fueron directos al crucificado. Era su cuello al moverse lo que crujía como madera seca y desde abajo se podía ver su cólera. Él conocía mi decisión; sabía que había votado al señor que cavaba su propia tumba y que había ignorado al franciscano de la tonsura, que podía encarrilar mi existencia. Cristo me miró mal, desclavó una mano y me señaló con su dedo acusador. Enseguida, el suelo se abrió bajo mis manos y caí en la oscuridad, donde mi voto reposará para siempre, junto a los derechos de los trabajadores, a la educación y la sanidad, a la ley del matrimonio homosexual y sobre la ley del aborto.
miércoles, 16 de noviembre de 2011
En cada espejo soy yo.
miércoles, 9 de noviembre de 2011
Noblesse oblige.
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Días lechosos.
miércoles, 26 de octubre de 2011
Nuestros coches funcionan con sangre.
miércoles, 19 de octubre de 2011
A la cuarta, va la vencida.
miércoles, 12 de octubre de 2011
La magia del cine.
miércoles, 5 de octubre de 2011
Puro ritmo.
miércoles, 28 de septiembre de 2011
Qué mis manos no se vuelvan contra mí.
Desde hace unos días el mundo real empieza a verse en letras, como testigo de un cambio imparable que está por venir. Todos los que alguna vez hemos escrito ficción sentimos inevitablemente una sensación de triunfo, ingravidez y desazón cuando damos por terminada la historia de turno. La euforia es la primera en marcharse, para ir dejando, como el café que se posa, un regusto amargo. Tras la corrección, la recorrección y mil y una lecturas, el que les habla termina pensado lo siguiente: “Es lo mejor que he escrito, no creo que pueda repetirlo”. Desde luego no es un pasamiento motivador, porque ni la obra concluida es tan buena, ni la venidera será tan mala. Es más, para quienes nos hallamos en un permanente proceso de aprendizaje, lo más seguro es que sea mejor según se avance.
Así y todo, cuando va pasando el tiempo y no se tienen ideas nuevas, se tiende a considerar que las anteriores fueron desperdiciadas. Algo así como: “Si lo pudiera escribir ahora, le sacaría mucho más jugo”. Pero yo, personalmente, no me veo con fuerzas de retomar ningún relato pasado, menos aún de destriparlo y recomponerlo. Eso sería un monstruo literario. Y los monstruos literarios nunca vienen solos, qué va; les encanta ir de la manita, por si se pierden. Y a mí se me echa encima el fantasma del fracaso, ese mismo que me ha impedido presentarme a concurso alguno. No porque me crea malo, sino por miedo a ser peor de lo que creo. Por miedo a saber con certeza que todo el trabajo sólo vale en cuanto a los buenos ratos que he pasado escribiendo. Pero que nunca llegará más allá. No es tampoco afán de posteridad, eso es pretencioso e idiota. Es más una cuestión de someter tu identidad, tu oficio y tu talento a la posibilidad de su inexistencia. La negación de la escritura me dejaría sin saber quién he sido, quién soy y sin ganas de saber quién seré.
No obstante, hay un momento, que es el actual, en el que no había pensado hasta ahora. Siempre me quedaba reflexionando sobre el posterior a la ficción. Nunca sobre el previo. Y es que la literatura, como cualquier arte pasional, es como el sexo; nadie se pararía a divagar antes. No se tiene la mente clara, esa es la razón. Pues bien, para variar, tenía ganas de dejar por escrito este antes de sinrazón, de expectativas, de calentón y de sueños. Porque luego llegará el después, con sus consabidos monstruos hermanados. Y después del después llegará otro más y luego otro antes del siguiente antes. Así, una vez más, perderán sentido todas las palabras que una vez utilicé para inventarme un mundo entero y a sus habitantes que no existen. Una vez más dejaré de ser Dios para convertirme en mortal, en un mortal con miedo a ser mediocre, vulgar y negligente. Es duro el despido divino.
Pero todo eso hoy no importa, porque lo he vuelto a sentir. Tengo la idea en la punta de los dedos y esto es sólo un calentamiento. No puedo pensar en lo que pasará después, en sí servirá para algo o en si será una buena novela. ¿Qué más da? De momento empieza a ser inevitable, casi incontenible. Será mejor disfrutarlo. La historia que barajo será sombría, como la última. Volveré a teclear al ritmo de algún que otro tango de Gardel. Retiraré el reloj de mi muñeca para que no me afecte el tiempo de los mortales y prepararé café. Buscaré alguna bombilla tenue, que no dé más luz que la que ilumina mis manos. Las mismas manos que me parecerán autónomas, las mismas que miraré desde un lugar mágico que no existe aunque lo haga existir. Las miraré sin reconocerlas siquiera y, al final, las miraré esperando que no se vuelvan contra mí.
miércoles, 21 de septiembre de 2011
Próxima estación.
El otoño tiene mala fama. De hecho se lo considera una estación transicional, como la primavera, pero en formato triste. Durará lo mismo, hará más o menos la misma temperatura y los árboles se comportarán de manera extraña. Aunque al revés. Los niños cargarán de nuevo con mochilas que les enseñarán a caminar de la misma manera en que afrontarán la vida, con la cabeza gacha y el peso de la responsabilidad sobre los hombros. Qué cura de inocencia. Los padres empezarán a olvidar los placeres estivales y las pasadas vacaciones y sólo querrán perder de vista a sus pequeños monstruos. Y se volverán locos para aparcar, porque ya ha vuelto todo el mundo, y no encontrarán sitio en el metro ni en el autobús. Y pasarán frío por la mañana y calor a mediodía. En definitiva, el otoño cabrea a la gente, pero no se engañen, no lo hace más que las otras épocas del año.
Lo que pasa es que nos quejamos de todo, pero sobre todo del tiempo. Especialmente con los desconocidos. Hace ya unos cuantos artículos, hablaba en mi blog de La realidad a tientas acerca de las conversaciones de ascensor. Más concretamente, relataba mi costumbre de decir: “Cómo está el tiempo”, nada más entrar, para luego contradecir a mi interlocutor en su observación. Así, si el interpelado sugiere: “Es verdad, menudo frío que hace”, yo optaré por decir: “¿Si? Pues yo tengo un calor terrible” y viceversa. La cara de la víctima siempre merece la pena, aunque conforme pasa el tiempo, me va pareciendo todo un ataque al principio mismo de la concordia humana; el enemigo común, un blanco de las quejas compartido. Algo que nos une contra otra cosa, sea cual sea. Y el tiempo es el objetivo perfecto.
En invierno, que si hace mucho frío, que si los días son muy cortos, que si llueve mucho, que si “ojalá llegue pronto la primavera”... En primavera el problema serán las alergias o los “no se qué ropa ponerme” -¿alguien sabe que es el entretiempo?¿tiene algo que ver con los entremeses? Aparentemente sí-. En verano las quejas se extreman con el calor; no se puede dormir, se suda te vistas como te vistas y los mosquitos son aviones. Es cierto. Todas y cada una de las quejas están fundadas y son lícitas. Parece mentira que a ningún estadounidense se le haya ocurrido demandar al planeta por daños y perjuicios. Será que la cosa no está tan mal, al fin y al cabo.
Porque ahora los días se acortan y la noche enfría las fachadas de las casas a su debido tiempo. Las sabanas están tibias y una suave brisa invita a taparse y a compartir la piel. Las mañanas son bulliciosas de nuevo, se descarga fruta en la calle, huele a pan y a prisas y los coches dejan mellada la calzada hasta la tarde. El sol ha decidido acariciar en lugar de golpear. Dentro de poco los árboles empezarán a colorearse y a diferenciarse del resto en una guerra de egos. Aquí, en Madrid, el Retiro o los Jardines del Moro se convertirán en un lienzo impresionista sobre nuestras cabezas. Mientras tanto, las calles lucirán sobrias alfombras pardas. Los cárteles luminosos parecerán tener más sentido, intentando ocupar el mayor espacio de oscuridad en lo alto de los edificios –en esta ciudad no hay más estrellas-. Y, en mi otra ciudad, en Alicante, las playas empezarán a parecerlo. Se vaciarán de gente como si la arena y el agua hubieran decidido tragarse a tanto pelmazo. Por la noche, la humedad y una ligera bruma emborronará la luz amarilla de las farolas. Y todo parecerá extraño, extraño y maravilloso.
El otoño es una etapa indecisa, ambigua e irreal a ratos y no hubiera existido la poesía sin indecisión, ambigüedad e irrealidad. No hubiera existido poesía sin otoño.
miércoles, 14 de septiembre de 2011
Periodismo de la anécdota.
Con los años he llegado a una sencilla conclusión: todo aquel que decida estudiar periodismo sin albergar malas intenciones es un idiota o un idealista. Cuando yo lo decidí debía de ser las dos cosas, ahora sólo me queda la idiotez. Y a ella apelo como si significara cierta garantía de integridad, porque el periodismo –sobre todo el televisivo- cada vez da más risa, o más asco, o más risa… No sé decirles bien, pero me provoca una mezcla de arcadas y carcajadas. Algo así como carcarcadas o arcajadas. Elijan ustedes.
Primero tuve que asumir que, si alguien sale por la tele contando cotilleos que no importan a nadie, ese alguien será llamado periodista. Pero no sólo lo llamará así el común del vulgo que se dedica a ver estos programas, sino que él será el primero en indignarse y en enarbolar su profesión a gritos –siempre a gritos-. “Tú no te has documentado, cuáles son tus fuentes, porque yo sí he investigado y he hablado con su madre, su ex amante, su vibrador y un señor de Murcia y sé muy bien lo que digo. Soy periodista.” Adelante, pueden aterrorizarse. Yo ya soy inmune. De verdad, lo había conseguido. Sin embargo, otro tipo de periodismo antiperiodístico me esperaba con sólo cambiar de canal.
Con el tiempo, el periodismo del corazón ha conseguido desautorizarse a sí mismo por el mero hecho de seguir existiendo. Tiene mala imagen, nadie lo toma en serio y, sí, lo ve todo el mundo. Esto último no se puede evitar. En España la gente se siente orgullosa de hacer tonterías: “Pues yo me hago Madrid Tenerife en dos horas, borracho y en coche”. Y otro contestará: “¿En coche?”. A lo que el español medio asentirá orgulloso y apostillará: “Por mis cojones”. Y así funciona el país. El problema es cuando se intenta vender algo pretendidamente bueno y resulta ser una tontada, cuando no una afrenta a cualquier código deontológico -¿alquien sabe que eso?-.
Me refiero a los programas de investigación con cámara oculta. Qué yo recuerde, el primero del que tuve noticia lo creó Mercedes Milà, famosa también por ser hermana de un periodista de verdad, hacer pis en la ducha o presentar Gran Hermano. Pues bien, a la vez que ideó el formato también inventó la doble cámara enfocándola a ella, porque, aunque diga lo contrario, este programa sólo tiene una protagonista. Y no estoy hablando de la información. Así mientras a la Milà habla con una cámara mientras otra la filma hablando con la otra cámara, meten una tercera –cuánta cámara- en un bolso y engañan a algún delincuente habitual. Porque el programa va de eso, de engañar, por un lado al interesado y por otro al espectador. Una vez se ha descubierto el pastel, allá que va la Milà a encararse con el susodicho, pero en plan chungo. Sí, en lugar de llamar a la policía y denunciar la trama tontorrona de turno, se dedica a increpar a los criminales, a ver si le dan una pedrada y le llega la medalla. No creo que le importe que fuera póstuma siempre que la entrega se filmase con dos cámaras.
El formato se dio bien y ahora florecen programas gemelos, aunque con menos cámaras, en las distintas segundas cadenas de las nacionales. La gente los ve y no tiene que afirmar categóricamente que lo hace. No es necesario un “por mis cojones”, porque tienen buena fama y porque se ha vendido como investigación lo que sólo es esconderse y grabar. Y no crean que destapan la trama Gürtel o el caso Brugal. En realidad se ocupan de asuntos sensacionalistas cuando no sonrojantes. Véanse como ejemplo los siguientes temas reales: “Descubrimos a un psicólogo que se masturba mientras hace terapia” o “descubrimos a un odontólogo no titulado que practica la medicina en iglesias evangélicas”. Madre mía, visto lo visto les propongo: “Descubrimos a un neurólogo jubilado que espía a sus vecinos zoófilos a través de un rollo de papel higiénico usado”. No puede fallar. Porque a esto me refiero: eligen temas amarillistas, que no tienen una verdadera trascendencia y que, para colmo, son enrevesados hasta el ridículo. Es más, parece que la pretendida investigación consista en buscar el tema más tonto y con más complementos sintácticos.
Al final, todo este entramado informativo sólo sirve para distraer, para ocultar los temas verdaderamente importantes, esos mismos que tratan los que sí merecen llamarse periodistas. No es lícito hacer creer al público que lo anecdótico merece más de diez líneas en la sección de sucesos. Cualquier redactor jefe con un mínimo de criterio ya habría despedido a la Milà y a sus imitadoras si no las conociese nadie, si no fueran ellas en sí mismas la única noticia de sus programas.
Es hora de que nosotros, los lectores, hagamos labor de investigación y busquemos los temas que de verdad nos afectan. De lo contrario, el periodismo del corazón y el de la anécdota terminarán por desbancar al periodismo sin apellidos y, con él, a todo rastro de información relevante. Acabaremos siendo ovejas catatónicas que, encima, creerán saber sobre asuntos importantes. Por mi parte intentaré retomar el idealismo y reincorporarlo a mi idiotez. Porque respeto mucho la profesión que no ejerzo.
miércoles, 31 de agosto de 2011
Al otro lado de la cara.
Siempre me han atraído las cosas inacabadas. Recuerdo un cuadro colgado en casa de mis abuelos. Quizá por su condición de obra sin terminar ocupa un discreto rincón del recibidor. Se trata de una pequeña acuarela sobre un papel tosco y amarillento rodeada por un sencillo marco de madera de haya. Supongo que no hay nada de extraordinario en ella. Tan sólo una figura humana ocupa el centro de la lámina: es un hombre, un labrador o tal vez un pastor, con pantalones verdes y chaleco ocre. Se le ve de pie, entero, y, mientras que las prendas están perfectamente definidas, las partes visibles de su cuerpo son apenas un trazo. A decir verdad parece un fantasma con ropa.
Es posible que esta última frase desvirtúe el efecto descriptivo, o por lo menos le reste seriedad y dramatismo. Pero es lo que se me ocurrió cuando tenía cinco años y es lo que sigo pensando cada vez que lo veo. Porque, hasta hace muy poco, me quedaba mirándolo durante minutos. Me perdía observando la pequeña pintura desde todos los ángulos posibles, desde todas las distancias. Es más, puede que hasta me mesase una inexistente barba, como un gafapasta en el Reina Sofía. No obstante, no estaba apreciando la fluidez del trazo, ni maravillándome por la necesaria precisión de la acuarela. Ni siquiera desentrañaba si el autor quiso retratar la desolación del medio rural en los años cuarenta y utilizarlo como metáfora y denuncia del desarrollismo venidero (!). No, no pensaba en chorradas de modernos, pensaba en mis chorradas, más concretamente en por qué no se llegó a terminar aquel cuadro. En si realmente sólo se quiso pintar la ropa y nada más sugerir el cuerpo. Y en si el retratado existió o sólo fue el fantasma que parece ser.
Por todo ello, hace unos meses me decidí a descolgarlo y, con cuidado, lo extraje del marco. Esperaba encontrar una anotación o el fragmento de otro dibujo en el envés del papel. Y, cuando conseguí sacar la lámina de su domicilio habitual, ante mí apareció la respuesta… Aunque todavía no consigo saber si tiene algún sentido. Porque sí había algo al otro lado de la pintura. Algo que no esperaba. Seguramente hubiera preferido un nombre, una fecha, o simplemente un tranquilizador espacio en blanco. Pero no fue eso lo que vi y, desde luego, no tuvo nada de tranquilizador.
Al otro lado de la cara que siempre había visto existía otra cara. Pero también otros pies y otras manos que, en este caso, carecían de vestimenta. Tan sólo flotaban en la misma posición que sus tenues gemelas, suspendidas en el papel, sin cuerpo desnudo o vestido que las uniera. Y, al contrario que las otras, estas extremidades estaban dibujadas con detalle. No había rastro de pintura, pero sí un dibujo complejo e intrincado que parecía dotar de volumen a cada parte. El rostro era el de un hombre de edad indefinida, esa edad que da la intemperie a los rasgos. Se podían distinguir perfectamente las arrugas, hasta las cicatrices, de la piel que cubría su mandíbula cuadrada, sus labios crueles o su nariz aguileña. Los ojos eran dos agujeros profundos, hundidos pero expresivos. Y las manos eran huesudas, delgadas y con las uñas demasiado largas. En cuanto a los pies, eran decepcionantemente normales –y menos mal-.
Creo que el tiempo que pasé observando la parte oculta del cuadro fue mayor que todo el que había pasado mirando la conocida. De hecho transcurrieron dos horas hasta que aparté mi vista del papel. Sé que puede parecer absurdo, pero sentí que aquel otro rostro, aquellas manos y aquellos pies no pertenecían al pastor o al labrador del otro lado. Además no era lo mismo mirar el cuadro colgado que tocar el papel con las yemas de los dedos. La experiencia provocaba desasosiego.
Aun así, sólo solté el papel cuando sentí que el latido de mi corazón era lo único audible en toda la casa. Me senté en el sofá y miré por la ventana el atardecer, con la luz del sol casi perpendicular a los cristales. Me hería los ojos, pero era mejor que mirar la cara del fantasma. Entonces se me ocurrió algo: tomé el papel de nuevo y caminé hacia la ventana. Después, lo puse sobre el cristal con el lado conocido hacia mí y enseguida la luz hizo el resto. Al iluminar el envés de la hoja, la cara, las manos y los pies huérfanos aparecieron en su sitio, se vistieron con la ropa de acuarela y cubrieron los débiles trazos de siempre. Muchos años después de enmarcarlo, aquel cuadro fue por fin terminado.
Nunca sabré si el autor lo creó así a propósito. Mi parte racional me dice que no, que simplemente son bocetos de estudio y que, quizás coloreó la ropa por un lado y luego, siguiendo la marca de la pintura, dibujó el resto por el otro. Es posible que quisiera practicar las prendas y las extremidades por separado. En cambio, mi parte irracional –una gran parte de mí- me dice otra cosa. Me dice que aquella pintura fue pensada para ser vista a contraluz.
Puedo imaginarme al pintor al saber que su cuadro nunca había sido visto como él quiso. Y se me ocurre que quizás existan miles de objetos familiares que ocultan su verdadero significado. De nada sirve intentar saber hasta qué punto está terminada cualquier cosa. Es posible que ninguna lo esté, pues nada suele colmar las expectativas de cuando la pensamos. Por eso siempre queda algo por hacer, esperando la perspectiva adecuada o la luz precisa.
De momento el cuadro continúa donde siempre, con su cabeza, pies y manos sólo sugeridos. (Y sin embargo latentes).
miércoles, 24 de agosto de 2011
Una forma muy cobarde de no reconocer la valentía.
La juventud es un estado estúpidamente reconfortante. Mientras uno la vive no duda en realizar una serie interminable de aseveraciones ufanas, de afirmaciones con vistas a la eternidad, que terminarán siendo lo único que pueden ser: temporales. También transitorias, eventuales, pasajeras, provisionales y todos los etcéteras que quieran. Porque está visto que, cuando uno es joven, cree que lo será para toda la vida. Y la única manera de conseguirlo es morirse cuanto antes.
Por motivos que no vienen al caso, desde hace cerca de un mes visito con regularidad un edificio público. Su función principal consiste en hospedar a ancianos que no pueden valerse por sí mismos. Lo curioso surge cuando ese honorable cometido se disfraza con cientos de eufemismos que se me antojan innecesarios. Porque no creo que estén haciendo nada malo, más bien todo lo contrario. Ni tratan con delincuentes, ni los torturan –por lo menos no abiertamente-, ni siquiera tienen un trabajo con una percepción social negativa. El problema es el tema en sí.
Me refiero a que los llaman “mayores”, no ancianos, lo que resulta bastante confuso. A mí mismo me regalaron una tarjeta que ponía “Enhorabuena, ya eres mayor” cuando cumplí los dieciocho. ¿Debería por tanto preocuparme? Además, siguiendo con el eufemismo, el sitio en cuestión no es un asilo, es un “centro de mayores”, claro. Y así con todo cuanto se les ocurra.
La razón para utilizar eufemismos es tomar distancia con la realidad. La razón para tomar distancia con la realidad es que muchos llegaremos a vivirla. El ser humano tiene esos métodos de autodefensa absurdos. Qué le vamos a hacer. Seguramente al utilizar ese otro término más amable –de puro confuso- llegamos a creer que las cosas serán mejores de lo que parecen. Porque al final todo trata de eso; de creer. De creer primero que siempre serás joven, de creer luego que no eres un anciano, sino una persona mayor y de creer al final que vivirás eternamente Dios sabe dónde –Él sabrá-. Tres idioteces.
Y no son tres idioteces porque nos las creamos, sino porque son ideas tan estúpidas que dudamos de las tres. La primera es de la que menos se duda, la segunda se va desmoronando y la tercera es quizás la que más dudas ha planteado al ser humano en toda su historia. No somos buenos ni siquiera para fabricarnos chorradas reconfortantes que sean lo suficientemente verosímiles. Así pasamos los años muertos de miedo por lo que vendrá, en lugar de disfrutar de lo que viene. Y cuando ya ha ocurrido, nos aferramos al pasado hasta que se nos rompen las uñas y dejamos la memoria rasgada al intentar llevárnosla con nosotros.
La vida es una cuenta atrás contada hacia adelante. Cuando llegamos al final sólo nos queda lo que hemos sido. Y no pasa nada si lo que hemos sido nos deja la conciencia tranquila, si nos hace sonreír o sentirnos orgullosos. No deberíamos fabricar eufemismos para el futuro, dándolo por malo sólo por su cercanía a la muerte. El deterioro y no la muerte es el problema, por eso cada uno debería de ser libre para morir cuando considerase oportuno. Si se quiere luchar, que se luche. Pero si alguien quiere rendirse, que no lo llamen rendirse, que lo llamen descansar. Porque esos momentos terribles que le obligarán a vivir también serán parte de él, una parte para la que sí serán necesarios los eufemismos.
Y es que al final la vida es lo único que nos queda. Y cuando ni la vida nos queda, todavía tenemos la muerte. Somos dueños de las dos, no Dios ni el estado de turno, sino nosotros mismos. Cada uno de nosotros. No debemos pensar en juicios finales, sino en juicios personales. No por no llamar a las cosas por su nombre cambiamos su esencia. La medicina paliativa no sana, pero sí cura. Y no pasa nada por ser anciano, no hace falta desproveernos de nuestra condición para exigir el respeto que merecemos. Llamar a las cosas por su nombre es una buena forma de enfrentarnos a ellas y salir airosos.
El resto es ceguera inducida. Una forma muy cobarde de no reconocer la valentía.
miércoles, 17 de agosto de 2011
El Parque del Perdón.
¿Qué opinarían de alguien que les hace sentir culpables por llevar a cabo actos que no hacen daño a nadie y que además les proporcionan felicidad? Seguramente no querrían tener nada que ver con este señor o señora tan desagradable, chantajista y amargado. Y nadie les culparía. Es más, probablemente cualquier amigo que les quiera bien, no dudaría en decirles: “No te preocupes, hombre, si has hecho lo que debías, peor para él”. Eso si no optaba por el “Demasiado has aguantado ya, que se joda y se busque a otro”. Es lo lógico, lo natural. Pues bien, si ustedes también piensan así, deberían advertir a sus amigos creyentes de que Dios no les conviene.
Yo nací ateo y no soy quien para recomendar o dejar de recomendar compañías que desconozco, pero sí sé discernir entre el bien y el mal. Y muchas de las cosas que la Iglesia considera reprobables son intrínsecas a la naturaleza del ser humano. Y no sólo eso, sino que tratar de reprimirlas o de negarlas puede resultar tremendamente perjudicial, aparte de absurdo, estúpido y sectario. Uno no puede ir a África y decir que Dios no quiere que usen el preservativo. No, claro que no, lo que Dios quiere es que copuléis como locos, os contagiéis el sida y la hepatitis y tengáis hijos seropositivos. Debe ser que Dios se siente muy sólo ahí arriba y necesita compañía, porque, si no, no se entiende.
Y esto es sólo un ejemplo, por no hablar de la homosexualidad. Está claro que la Iglesia ya no consigue que muchos homosexuales culpabilizados elijan la casta vida sacerdotal para salvar su alma. Quizás porque no han hecho nada malo, o porque no es su alma la que está podrida. Quizás porque sea mucho más moral vivir de acuerdo a uno mismo que malvivir escondido negando tu propia identidad. Pero hay que tener en cuenta que hasta hace bien poco la moral era potestad de las religiones. Y era una moral muy rara. Más si cabe teniendo en cuenta la cantidad de curas homosexuales cuyas conductas fueron silenciadas durante décadas por la alta jerarquía vaticana.
Ahora, no se preocupen ustedes. La salvación está al alcance de todos, sólo hay que pasar por el aro. Porque, aunque no lo crean, la Iglesia consiguió domesticar -¿castrar sería muy fuerte?- al mismísimo Dios del Antiguo Testamento, al de las siete plagas, al que se cargaba a los primogénitos y al que ahogo a la humanidad menos a Noe, familia y mascotas. Y convirtió a ese Dios tan marchoso en un jubilado venerable y bondadoso, como quien convierte a Chuck Norris en James Stewart. Si lo hicieron con su jefe, qué no harían con nosotros. Por eso poca gente entiende que ese dios tan bueno mate gente inocente en cantidades desproporcionadas, gente de todas las edades, con hijos, padres, pareja y responsabilidades. Gente que merecería vivir. Da igual, ellos lo arreglan con: “Forma parte del plan de Dios, sus caminos son inescrutables”. De tan inescrutables que son, hay quien diría que no tiene muchas luces.
Porque quieren que creamos en un Dios que no es el lógico. Yo no creo, de acuerdo, pero puedo entender la necesidad de un ente superior que dé sentido a todo lo inexplicable. Igualmente entiendo que, precisamente por ser inexplicable, la Iglesia carece de la verdad absoluta. Pues esa es la magia de lo espiritual; su espíritu, que sólo puede pertenecer a cada uno. No es justo que se monopolice desde fuera. El perdón, la paz y la limpieza de conciencia están en cada persona. No hay que preocuparse si se sabe distinguir el bien del mal y no hay cuentas que rendir con uno mismo. Los demás, los que se sientan culpables por ser humanos y quieran formar parte del rebaño, tienen un montón de hierba en el Parque del Retiro –ahora Parque del Perdón-, bajo la madera de doscientos confesionarios ocupados por doscientos curas. Entre las ofertas destacadas, esta semana –la semana fantástica- está gratis el aborto, pero sólo esta semana, no pierdan la ocasión.
miércoles, 10 de agosto de 2011
De Madrid al Cielo.
Imaginen que llega a su ciudad una estrella mediática de primera fila. Es un tipo excéntrico, con extraños estilismos, gustos carísimos y, probablemente, el mayor patrimonio artístico y económico del mundo. Mueve a mucha gente, aunque no a toda la que le gustaría y no tanta como en otras épocas. Pero no hay duda; es un tipo ofensivamente rico que se cree en posesión de la verdad absoluta y actúa en consecuencia. La revista Esquire lo eligió como uno de los hombres con más estilo del planeta y sus zapatos rojos de Prada causaron sensación. En resumen, la típica megaestrella.
Ahora, si les quedan ganas, imaginen que el tipo en cuestión les importa un bledo. Incluso es posible que sientan hacia él cierta animadversión, mezcla de hastío y rechazo. Además, por culpa de su actuación, la ciudad en la que ustedes viven sufrirá continuos cortes de tráfico, cuando no el uso y el abuso de espacios públicos por parte del aludido y sus enfervorecidos fans. Porque esa es otra; miles de fanáticos ávidos de su ídolo particular inundarán las tranquilas calles estivales. Todos ellos ataviados con las camisetas y los símbolos del evento colapsarán el transporte público y sus bares y restaurantes favoritos. Asimismo, al igual que su admirado personaje, también se creen en posesión de la verdad absoluta. Algunos, los más redundantes, lo llama la Verdadera Verdad. Y lo escriben así, con mayúscula. No tienen mesura.
Pero sigamos imaginando. Imaginemos que el tipo no paga un duro a nadie. Es más, su presencia requiere escenarios de diseño en los lugares más representativos de una gran capital europea. Pero a él le sale gratis, es el Estado quien paga. Bueno, a decir verdad el Estado paga la mitad, porque el tipo tiene patrocinadores. Patrocinadores importantes, como Telefónica, Bankia o el Corte Inglés. Pero no son tontos, claro, porque los beneficios fiscales podrían llegar al 80% de su aportación. Es decir, esta gira que, no sólo les importa un bledo sino que incluso les molesta, la pagan ustedes, quieran asistir a las actuaciones o no. Eso es igual. Y, por si fuera poco, a los todos fans se les rebaja un 50% el billete de metro. A ustedes, que pagan la fiesta, no. Y si es usted turista, pero no fan del tipo, el abono que a ellos les cuesta diez euros le saldrá por cincuenta. Cosas del favor divino… Porque saben de sobra de quien hablo. No, no es Lady Gaga.
En efecto, se trata del vicario de Dios en la tierra. La única persona que no puede equivocarse, literalmente, desde 1870, cuando decidieron que era infalible. Ya quisieran muchos políticos, como también quisieran una finca privada en pleno centro de Roma, toda ella llena de obras de arte, metales preciosos y edificios patrimonio de la humanidad. Ni Berlusconi, oigan, y miren que lo ha intentado. Pues bien, se ve que la crisis no entiende de espiritualidad. Entiende de recursos sociales cancelados, de obras públicas paralizadas y de servicios deficientes. Entiende de muchas cosas, pero con la vida eterna no se juega. La crisis tampoco entiende del voto de pobreza, no ya en el Vaticano, sino en el ayuntamiento más endeudado de España.
En fin, supongo que muchas personas son conscientes de la imposibilidad de comprar una casa, al menos en esta vida, y están asegurándose una parcelita en el Cielo. Me parece lícito. Hagan méritos, señores, Ratzinger proveerá. Vaya usted a saber qué, pero proveerá.